No voy hablar sobre las
despedidas de solteros, del grado del colegio o Universidad, de la de un trabajo o de
cualquier otra despedida por el estilo. Voy hablar del único discurso que no
queremos escuchar casi nunca, y menos cuando se trata de nuestros seres queridos
más cercanos. Me refiero a ese discurso con el que, con cierta frecuencia,
despedimos a quienes nos abandonan del todo. Discurso que irónicamente ya la
persona más indicada para recibirlo, no puede escuchar. Es válido que los que
quedan hagan reconocimientos públicos de su amistad, admiración y/o amor por el
ser que partió; seguramente son palabras sinceras y sentidas que mitigan en
algo a los dolientes.
Sin embargo, cada vez que
analizo este tema, se me viene a la mente la verdadera realidad que nos trae la
muerte de otros. Realidad que no tiene escapatoria, que no es negociable y que
es infalible. Es la verdad de un proceso que es irreversible y cuya
característica es recalcarnos que TODOS nos vamos a morir.
Por esta razón,
pienso que los discursos de despedida en los funerales, más allá de hacer un
reconocimiento de las cualidades humanas del difunto, deben ser un constante
recordatorio para que los que siguen con existencia, entiendan que los atributos espirituales, con las que logremos investirnos son lo mas importante de este peregrinar terrenal.
Este instante de tristeza y dolor, nos debe
servir para recordar que alguno de los allí presentes, sigue en la lista y nos
debe hacer cuestionar sobre: ¿Qué pasará conmigo cuando me llegue el turno de
partir? ¿A dónde voy, qué sigue o qué hay después de la muerte?
Este es un momento único y
especial para que los que aún viven reflexionen profundamente sobre estos
enigmas. En lo personal, me gustaría que cuando llegue mi tiempo, alguien lea
por mis estas palabras:
Vinimos al mundo por obra y gracia del Creador del Universo, quien según su Palabra nos consideró la mejor de sus criaturas, nos dotó de inteligencia y espíritu a su imagen y semejanza. Gozábamos de su presencia y no conocíamos que era la maldad, pues todo era perfecto. Nos dio un sitio excepcional para vivir, que llamó el paraíso y, además, nos otorgó potestad y dominio sobre la demás creación. Teníamos libertad para hacer cualquier cosa, excepto desobedecerlo.
No olviden que Él, es el dueño, diseñador, creador y es la vida misma. Por lo
cual, tiene todo el derecho de establecer sus reglas, como efectivamente lo
hizo. Pero, tristemente desobedecimos, caímos en pecado y como consecuencia de
ello, perdimos el derecho de compartir con Él. En otras palabras, fuimos
alejados de su presencia. A partir de ese momento, se nos acortó el tiempo de nuestra existencia, entró la enfermedad al mundo y llegó la muerte a toda la raza humana.
Esta misma muerte que hoy velan por mí. Ya el apóstol Pablo lo dejó muy claro en la carta a los Romanos (6:23):
“Porque la paga del pecado es muerte, mientras que la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor”.
Muchos sugieren que la
muerte es el fin de todo y acaba justo en el momento de expirar. Si fuese
cierto que toda nuestra vida terminase allí, muy probablemente no nos
preocuparíamos mucho por cómo vivirla, y solamente esperaríamos con resignación
tal desenlace, seguros y confiados de que nuestro paso por la tierra es
temporal y todo acaba con la muerte. Pero siento decirles que no es así. La
temporalidad es la forma como nosotros vemos la vida desde nuestra propia
perspectiva, pero no desde la perspectiva de Dios, donde dicha temporalidad no
existe. La Palabra de Dios, dice que una vez venga su hijo Jesucristo por
segunda vez, habrá un juicio final e iremos a la vida eterna, la cual tiene dos
estadios: Uno en su compañía y otro alejados de ella.
Por la razón anterior, y
sabiendo que esta es mi última oportunidad de “hablarles” los invito a que
consideren seriamente la necesidad de aceptar a Cristo como su Señor y
Salvador, para que, con base en sus promesas, podamos volver a juntarnos,
ustedes y yo, en la eternidad que nos promete bajo su presencia. A eso vino, a traernos perdón de pecados y visa eterna.
"Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia".
Juan (10,10)